LA SANTA INQUISICIÓN

Burgos, 1490. Doce años antes, los Reyes Católicos inauguraron la llamada Inquisición española en el Reino de Castilla. Con ella pretendían, entre otras cosas, establecer la unidad religiosa. El principal ataque se centró en el judaísmo, y miles de judíos fueron obligados a tomar dos opciones: exilio o conversión al catolicismo. En caso de rechazar ambas, les esperaba la horca, la hoguera, o cualquier otro método que se estimara conveniente.

El poblado de Frías nunca había tenido problemas de esa índole. No conocían las hostilidades a las que eran sometidas otras comarcas. Una noche hizo entrada el obispo inquisidor Alejandro Rodríguez, acompañado de cinco soldados a caballo. El honorable señor Guzmán, regente de la zona, se acercó para ofrecer cobijo a los forasteros.

—No queremos su refugio, hijo mío —dijo el obispo Rodríguez ante la hospitalidad de Guzmán—. Estamos buscando a cinco criminales que han escapado de Oña.

—Pues por aquí no han venido, Padre —respondió Guzmán—, no recibimos la visita de extraños desde hace semanas.

—¡Cinco judeoconversos han sido denunciados en el pueblo de Oña! —Alzó la voz el obispo, para poder ser escuchado por todos los habitantes que aun deambulaban por las oscuras calles—. Al parecer, han desafiado a la iglesia, al papa y a los reyes; nos engañaron y se convirtieron en católicos, para luego continuar con la práctica de su sucia religión escondidos como ratas.

—Ya le dije que no han hecho estancia en Frías, mi señor —dijo Guzmán, intentando apaciguar la ira del hombre que tenía enfrente.

—Declare toque de queda para los ciudadanos —con voz cortante se dirigió el obispo hacia Guzmán, ignorando las palabras de este último—, registraremos hasta en el más oscuro rincón de este pueblucho, y en caso de encontrar a los herejes, en caso de que alguno de ustedes les esté proporcionando refugio, ¡la ira de Dios caerá sobre Frías!

Sin esperar un segundo, los cinco acompañantes del inquisidor barrieron las calles ya desoladas. Incluso la taberna —siempre llena de vida—, se encontraba vacía. Los pobres aldeanos no podían hacer otra cosa, más que mirar, cuando irrumpían en sus hogares y lo destruían todo. El caos se adueñaba de las humildes viviendas, cada objeto de valor era destrozado o confiscado, y es que la autoridad podía requisar lo que creyera necesario, pero, ¿qué podría hacer un simple campesino temerario de Dios, contra ello? Aquel que se oponía, recibía el castigo divino, pues estaba interfiriendo en una orden del Señor.

Tras horas de búsqueda, los jinetes de negro no fueron capaces de encontrar rastro alguno de los judíos. Furioso, el inquisidor Rodríguez decidió proceder al trabajo “directo” con los ciudadanos. Por cada vivienda seleccionaba a un miembro de la familia —mientras más pequeño, mejor—, para luego emplear cualquier método de tortura necesario que hiciera hablar al resto. Hallaron un perfecto inicio con Andrés, el hijo del portavoz del pueblo, y así daría ejemplo.

Guzmán entró en un estado caótico. Cegado por la ira y la desesperación, se enfrentó a los dos hombres que cargaban en peso al niño. Inmediatamente fue inmovilizado por el resto y obligado a mirar como procedían con la tortura.

—Hijo mío, solo salvarás a tu pequeño si me dices donde están los herejes que busco —dijo amenazante el inquisidor, en un tono pasivo—. Colabora y Dios te perdonará por todos tus pecados.

—¡Nunca los he visto! —gritaba Guzmán—. ¡Deja ir a mi hijo, por favor!

El obispo de sotana negra y botones morados levantó la cruz como señal para iniciar el proceso. Impulsado por un sentimiento de terror, Guzmán forcejeaba por escapar de la cuerda que lo ataba. Andrés lo reclamaba entre sollozos, con la esperanza de ser rescatado.

—En nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Amén —es todo lo que escuchó decir al vil señor. Solo una mirada bastaba para mostrar su crueldad, la crueldad de un ser sádico que justifica sus maldades en nombre de Dios. Entonces, una jaula entró en contacto con la piel desnuda del joven, y dentro, habitaba un roedor de tamaño considerable. 

—No sabemos nada. ¡Suéltenlo, por favor! —rogó Guzmán.

Haciendo caso omiso de las plegarias, el obispo ordenó a la figura tenebrosa de su derecha proceder con lo establecido. Una llama encendida en la parte superior de la jaula despertó el instinto de supervivencia en la rata, incitándola a cavar en dirección opuesta. A su paso, dejó destrozado el vientre de un infante de ocho años.

—Si es cierto que no sabes nada, no debes preocuparte por tu niño, ahora está con el creador —dijo el obispo y se retiró, para continuar el recorrido por el resto de Frías.

Los métodos más elaborados no podían ser transportados a donde quiera que se movieran los inquisidores, así que cargaban con ellos algunas herramientas simples y de fácil uso. El favorito del obispo Rodríguez era el “potro”, y aunque prefería hacerlo con las poleas, no disponía de los utensilios. Así que llevó a las calles a su próxima víctima y le ató cada extremidad a uno de los caballos. En esta ocasión era un anciano quien quedaba a merced de la crueldad.

Mientras el viejo hombre se encontraba tendido en el suelo, los cuatro animales caminaban en direcciones opuestas, estirando cada fibra de su cuerpo. La hija del afectado lloraba desconsolada desde la casa, sin ser capaz de intervenir en semejante locura. Luego de unos momentos de tensión constante, el brazo derecho se desprendió del torso, esparciendo sangre y mugre por los alrededores. El inocente anciano encontró la muerte unos segundos después. La respuesta seguía siendo nula, nadie se atrevía a hablar de los judíos y el obispo estaba perdiendo la paciencia.

Las torturas continuaron hasta la salida del sol, y una estela de sangre manchaba cada calle del pequeño poblado de Frías. No quedaba a quien interrogar, y ni un alma mencionó el paradero de los herejes. Convencido ya de que ese lugar no los protegía, el inquisidor decidió seguir la búsqueda en otra región. Justo antes de darse la espalda para no volver, miró las caras afligidas que aún permanecían con vida, llorando la muerte de sus seres queridos.

—Hijos míos. Pecadores todos —alzó sus manos y habló con ímpetu—. A pesar de su mal comportamiento a los ojos del Señor, yo, tan misericordioso como Jesús, los absuelvo, en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Están perdonados.

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