EL SECUESTRO DE UNA SEÑORA
Yo solía ser una chica más de la alta sociedad, con algunos admiradores, pero sin mucho protagonismo. Todo cambió, el día en que me secuestraron.
Voy a contarles una historia que sucedió hace muchos años. Corría el verano de 1911, mi vida hasta ese punto era tranquila, con todas las comodidades y sin mucho sacrificio. Soy vaga y perezosa; me gusta llamar la atención de las personas, pero no hago nada para conseguirla. Gracias a mi padre creador, sin embargo, gozo de cierto prestigio. Él fue una persona influyente hace algunos años, y yo soy parte de su legado. Muchos no reconocen mi rostro, o no lo hacían en aquella época; pero todo cambió, el día que desaparecí.
Era lunes, a las siete de la mañana, cuando vi en mi residencia a un viejo conocido que solía trabajar en la casa un año atrás. Vestía las ropas habituales de trabajo —blusón largo y blanco—. El resto de trabajadores tenían el día libre, solo él caminaba por los pasillos.
Se acercó en silencio, y pude apreciarlo mejor. Mantenía su típico mostacho con las puntas hacia arriba, pero el resto de la barba, en lugar de permanecer afeitada, como siempre, manchaba el rostro con el bello naciente. Sin tan siquiera saludar, me agarró para llevarme con él. No pude hacer el más mínimo esfuerzo para evitarlo. Removió parte de mi atuendo y me sacó escondida de allí; era pequeña, así que no le costó mucho. Bajamos por unas escaleras que conducía al patio y luego salimos por la puerta principal. Nadie estaba en los alrededores, así que nadie pudo detenerlo.
Llegamos a su apartamento y me dejó sitio para estar tranquila, con cuanta comodidad pudo darme, pero siempre alejada de cualquier ojo indiscreto que pudiese llegar. Pasaron un par de días y nadie notó mi ausencia. Entonces, otro trabajador se percató de que no estaba en casa. La prensa se hizo eco con la noticia, y pude ver como el secuestro repercutió de tal manera, que no se hablaba de otro tema en los periódicos. El mundo entero me buscaba, era toda una celebridad de un día para otro. Incluso mi rostro adornó cajas de chocolate y postales, todos hablaban de la misteriosa desaparición.
Multitudes enteras visitaban la casa. Se quedaban de pie, escrutaban todos los rincones y buscaban alguna pista que revelara mi paradero o el raptor; sin suerte. La situación era demasiado complicada, y se tornó en asunto de Estado en Francia. Las autoridades tenían la obligación de encontrarme, sin importar como fuera.
Como antes de la polémica no era muy conocida, surgieron un montón de historias falsas que buscaban engrandecer mi figura y hacerme más polémica. Los diarios inventaron todo lo posible para despertar la curiosidad de los lectores. Era fascinante la imaginación de esos señores.
Un día escuché por la radio sobre dos sospechosos, un poeta y un pintor. De hecho, el poeta estuvo en prisión por una semana, hasta que demostró su inocencia. Por dos largos años, me mantuve en casa del secuestrador, alejada de la mirada de invitados. En el invierno, casi al acabar el año 1913, conoció a un hombre, italiano igual que él, dispuesto a hacer un trueque por mí. Para su mala fortuna, fue descubierto y las fuerzas del orden pudieron rescatarme de una vez.
Nuevamente en casa, el Louvre me abrió sus puertas. Tenían el espacio aún reservado para quien se acababa de convertir en el cuadro más famoso de todos los tiempos. Soy conocida por varios nombres, pero el más popular, La Mona Lisa, de Leonardo da Vinci.