UNA ISLA LLAMADA SOLEDAD

Una llamada tras otra, el móvil no tenía descanso. Aún conectado a la carga rápida, le era imposible alcanzar más de un ochenta por ciento de batería. Matías, su dueño, era un hombre importante. Presidente de una exitosa empresa tecnológica, tenía tantas responsabilidades como el mandatario de un país. Con poco espacio contaba para atender sus propias necesidades; sin embargo, disfrutaba del poder que poseía.

El calendario marcaba una importante reunión el 13 de octubre. Salió del pent-house a toda prisa. El portero lo despidió con un seco saludo y Matías devolvió el gesto solo por educación. Era tan temprano que la neblina aun dominaba las calles de la gris ciudad. Según el hombre del tiempo, el sol no saldría hasta pasado el mediodía, y sólo para calentar un máximo de 24° C.

Matías debió escabullirse por una multitud de personas para llegar al vehículo. Su traje, a pesar de costar unos miles de dólares, pasaba desapercibido en un mar de trajes con las mismas tonalidades de gris, negro o azul marino.  Por muy derecho que anduviese, el peso de la responsabilidad —como si tuviese poder físico— lo encorvaba, haciéndolo parecer más bajo de lo que realmente era. Mientras avanzaba el teléfono jamás paró de sonar. Lo ignoró hasta llegar al carro. Un señor de facciones toscas esperaba a su jefe con la puerta trasera abierta. Apenas intercambiaron palabras y el Ford dejó el estacionamiento.

Llegado a la oficina, le era imposible avanzar sin que uno de sus trabajadores lo interrumpiera, ya fuera por un saludo, una queja o una duda laboral. Matías contestaba cordialmente a cada uno de ellos y seguía su camino. En la mesa de reuniones solo pensaba en las tareas pendientes, mientras el resto de los socios debatían sobre políticas de la empresa. La mirada vacía del presidente daba la sensación de que, aunque de no físicamente, estaba ausente del lugar; sin embargo, escuchaba cada uno de los sonidos en la habitación, pendiente a cualquier comentario de los subordinados.

A pesar del rostro parcialmente arrugado, las canas desaliñadas y el hecho de poseer el cargo más alto, Matías sólo superaba por poco tiempo los cuarenta años. No podía decirse lo mismo del resto de accionistas. El más joven de ellos tenía edad suficiente para ser el padre de Matías. Ello implicaba que intentaran, muy de vez en cuando, irse por encima del jefe.

Los ancianos de trajes negros debatían sobre la problemática de la nueva sede en Sídney. La expansión de la empresa llegó a un nivel tan elevado que controlarla era todo un reto. Se hizo necesaria la presencia de uno de los socios en el núcleo del conflicto, ¿y quien mejor para llevar las riendas, que el propio Matías? Lejos de disgustarlo, le fue indiferente. En cualquier parte del mundo, su teléfono seguiría sonando. Al menos allí podía despreocuparlo por unos minutos.

La mañana siguiente el riguroso hombre llegó a un hangar perteneciente a la empresa, donde lo esperaba un imponente avión privado. De color gris metálico, la nave solo estaba adornada con el nombre de la empresa en un costado. En el interior guardaba todas las comodidades necesarias, pero sin ser ostentoso. Nuevamente, el gris reinaba; en esta ocasión acompañado de colores café y distintas tonalidades de azul.

Las botellas de whisky, sin etiquetas, se encontraban encima de una larga superficie. Matías se sirvió un trago y tomó asiento. A pesar de la gran cantidad de sitios disponibles, la secretaria y el director operativo —ambos acompañantes en el viaje— decidieron sentarse junto al jefe.

Pasaron ocho horas de vuelo y una fuerte turbulencia raptó a Matías de los brazos de Morfeo. Miró por la ventanilla y comprendió que se adentraron en una tormenta. La lluvia golpeaba con fuerza el cristal. No veía más allá de cinco o diez metros, pues las negras nubes lo prohibían. Se puso de pie y caminó por el largo pasillo para estirar las piernas. Ese intento de llovizna no le preocupaba en lo absoluto.

Un rayo impactó con el ala izquierda del avión. Los tripulantes fueron zarandeados por el repentino movimiento y varias de aquellas carísimas botellas de whisky reventaron en el suelo. El copiloto, que se encontraba en el baño, corrió hacia la cabina. Matías intentó recomponerse para echar un vistazo por la ventanilla. Otro brusco movimiento se lo impidió. La secretaria desabrochó su cinturón y gateó hasta la parte delantera, movida por la curiosidad y estupidez, con la esperanza de entender que sucedía.

Perdían altura por cada segundo y el impacto se hizo inminente. Matías supuso aterrizar en el mar, y por primera vez en su vida rezó. «¡Tierra!», gritó el director operativo. Los rezos de Matías cambiaron al escuchar la palabra. Ya solo pedía que el avión no se destrozara tras el choque. Con mucho esfuerzo logró reincorporarse en su asiento y abrochar el cinturón. Entonces pudo ver el islote que mencionaba el compañero. Fue como colocado ahí, en medio de la nada, para esperarlos a ellos.

Cerró los ojos y esperó el momento, pero los cerró tan fuerte, que no los volvió a abrir sino varias horas después. Una luz resplandeciente lo sacó del trance. El avión perdió la parte delantera, y a través del enorme agujero podía apreciar la maleza verde. Miró al costado y la imagen que llegó a su retina fue tan desagradable que lo obligó a cambiar la vista. El socio se encontraba sentado con una plancha metálica incrustada en la frente.

Adormecido, desabrochó el cinturón y salió del avión, en busca de la luz. Un olor indescriptible llegó a su nariz. Un olor vivo, que no llegó a apreciar completamente, pues las contracturas abdominales lo sometieron y dedicó la siguiente media hora a vomitar.

Tras recomponerse buscó al resto de la tripulación. Todos muertos. Menos el copiloto, que jamás encontró su cuerpo. La desesperación se apoderó de Matías y corrió sin rumbo fijo. Las rodillas le dolían, y cada pisada era como recibir una puñalada. Al cabo de varios minutos se rindió. Dejó caer el cuerpo en el suelo, agotado.

Entre el mareo y el dolor de cabeza, se escabulló por su cerebro una imagen preciosa. El cielo azul claro, con las pocas nubes de una tormenta que ya se retiraba. Las plantas verdes terminaban de dar color a la escena, y el olor volvió. Un aroma a vida, algo que jamás sintió en sus cuarenta años de vida.

Luego de un tiempo pudo recomponerse y regresó al avión. El Matías asustado y nervioso se marchó para darle paso al sereno y calculador. Se percató de que el piloto de seguro emitió alguna señal de auxilio. Él sólo debía mantenerse cerca del lugar de aterrizaje y procurar su supervivencia hasta que llegara el inminente rescate.

Sin prestar atención al cadáver del compañero, caminó por el pasillo del avión en busca de cualquier útil. Para su sorpresa encontró una caja de herramientas —de las cuales no sabía utilizar ni una—, un botiquín de primeros auxilios, diez botellas de agua, algunos aperitivos y un hacha roja junto a una ventanilla con el cartel “en caso de accidente romper aquí”.

Matías no tenía intención de dormir dentro del avión, no con su compañero de cuerpo presente. Caminó algunas millas en busca de algún árbol con el que protegerse y se fabricó una especie de refugio improvisado. Esa fue la peor noche de su vida. Por primera vez no durmió en un colchón de látex o viscoelástico. Cada ruido lo despertaba y el frío era irresistible. Lloró durante la mayor parte de la noche. El cansancio lo obligaba a cerrar los ojos unos minutos y luego regresaba al estado anterior.

Pasaron una y dos semanas, y nadie aparecía para salvar a Matías. Durante este tiempo, jamás abandonó el avión; solo en momentos donde llegaba hasta la costa —a 100 metros de distancia—. Con un poco de suerte vería una embarcación en las cercanías. La desesperación se hacía dueña de su cuerpo, y no pudo conciliar el sueño ni una noche entera.

Pasó la tercera semana y nada. Mientras hacía su recorrido mañanero, escuchó cierta resonancia. Corrió a ella y encontró la imagen más preciosa que había visto. Una especie de cascada caía sobre una pequeña laguna. El azul cristalino dejaba en evidencia los peces dorados que nadaban a toda velocidad entre las rocas del fondo. Matías se tomó un segundo para apreciar el paisaje. Espléndido. Se sentó sobre una enorme piedra y a su lado nacía una planta de frutas anaranjadas. Sin pensarlo tomó un puñado y las ingirió. El sabor dulce y jugoso encantó a su paladar.

Por primera vez desde que estaba en la isla, se sintió tranquilo. No, se sintió feliz. En paz. Entonces recordó el dichoso teléfono: ¡tres semanas sin oír el maldito tono! Luego de algunas horas contemplando el paisaje, regresó al refugio, decidido a sacar el máximo provecho del lugar mientras estuviera ahí. Tomó el hacha y comenzó a talar. La primera tarea era construir una choza resistente junto a la laguna.

La actividad le robó cuatro largos meses, pero al final, vio los frutos del esfuerzo. Tenía en frente un confortable lugar en el que descansar y apreciar la belleza de la naturaleza. En esa época aprendió a cazar, hacer trampas e incluso plantó algunas semillas, de las cuales ninguna había nacido aún. La mirada brillante reflejaba el orgullo de ver el trabajo que él mismo realizó, con sus propias manos. Las tardes las dedicaba a caminar por la costa. Pensaba en el rumbo que tomó su vida al tiempo que apreciaba la puesta del sol. Los últimos rayos teñían el cielo de amarillo, naranja y rojo, y él se sentía afortunado de presenciarlo cada día.

Tres años siguieron la rutina de Matías, quien jamás se sintió solo; pues estaba en compañía de alguien que lo había abandonado hacía mucho tiempo: él mismo. Por fin tenía espacio para pensar, reflexionar sobre la vida y cuidarse. Por primera vez pudo escuchar su voz interior. Pudo hacer justamente lo que él quería hacer, y no lo que otros le pidieran. Todas las noches llegaba hasta el lugar del accidente, donde enterró a los tres cadáveres. Les comentaba sobre su día, dejaba flores blancas y luego se marchaba.

Gracias al nuevo ambiente, su piel adquirió un buen aspecto y color; el cabello creció, brillante y resistente, rozando las paletas de la espalda; las uñas también crecieron, aunque procuraba cortarlas o desgastarlas para facilitar el manejo de herramientas.

Jamás creyó en la existencia de algún dios —salvo cuando el avión caía en picada—, pero entonces analizó sobre la existencia de alguno. No era Jesús, ni Alá o Buda; tampoco Odín, Zeus o Ra; sino algún ser místico y perfecto que creó ese lugar y lo eligió a él para gobernarlo. Se sentía afortunado. Cada día caminaba por las trampas y encontraba algún roedor prisionero, las plantaciones por fin daban sus frutos y el mar le ofrecía cuantos peces necesitara.

Una tarde, mientras recogía una red llena de pececillos, pudo ver el contorno de un bote en el horizonte. Entrecerró los ojos para captar mejor la imagen. Efectivamente, parecía tratarse de una embarcación pesquera. Buscó la manera de hacerles señales. 

Corrió a la choza, no muy lejos del lugar, y tomó unos ramos preparados para utilizar de antorcha. Puso un pie en la entrada y una fuerza invisible lo detuvo en seco. Volvió a contemplar la hermosa laguna, en la que se sumergió tantas mañanas. Dejó caer la antorcha y una lágrima corrió por sus mejillas. Aunque el deseo de volver a la civilización lo quemaba por dentro, jamás se había sentido tan feliz, tan pleno, como en aquellos tres años. Suspiró, se despojó de la ropa de cuero —fabricada por él mismo– y se sumergió en la laguna. No estaba dispuesto a abandonar tan hermoso lugar.

La cura que encontró en la isla le sería arrebatada en cuanto llegara a la gran ciudad. Muchos lo llamarían loco, por escoger esa soledad antes que la compañía humana. Pero muchos no entienden, que estar solo es una oportunidad para conocerse a sí mismo; y Matías por fin se estaba conociendo.

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