UNA FAMILIA MALDITA

Víctor despertó temprano en la mañana. Con los ojos aun entrecerrados pudo apreciar la hermosa sonrisa de su hijo, que le daba tirones en el hombro para espabilarlo. “Feliz cumpleaños papá”, le decía el pequeño. Treinta y nueve años cumplía Víctor, la misma edad de su padre y su tía cuando fallecieron; ambos en extraños accidentes. No conoció al abuelo, quien, según el padre, se suicidó a la edad de treinta y nueve años también. Cualquiera diría que se trataba de una tradición familiar. Los cumpleaños solían entusiasmarlo como a un niño, pero no este; devolvía demasiados recuerdos dolorosos.

En la tarde la casa se llenó de visitas: amigos del trabajo, vecinos e incluso un par de parientes. La madre de Víctor lo abrazó al verlo y los ojos se le inundaron de lágrimas. Al parecer, sentía la misma nostalgia que el muchacho por el cumpleaños treinta y nueve. 

Sentado en la sala, notó que una mujer desconocida caminaba por la cocina y lo miraba a cada rato. Tenía un aspecto extraño, así que fue a su encuentro. La mujer sin embargo le era esquiva, y no se dejaba ver. Cada vez que Víctor llegaba a una habitación, ella ya no estaba ahí y lo observaba desde otra distinta.

Durante toda la fiesta fue incapaz de tenerla cerca, o tan siquiera notar algún rasgo distintivo en ella. Se sintió agobiado de pronto y salió a tomar un poco de aire. Prendió un cigarro en el escalón del portal y su madre se acercó por detrás.

—¿Qué te pasa hijo? Te noto incómodo.

—No lo sé. Sigo viendo a esta mujer caminar por la casa, pero cada vez que me le acerco desaparece. Entonces noto como me mira desde otro lugar, vuelvo a seguirla y nuevamente desaparece. Muy extraño todo.

El rostro de la madre se opacó. Víctor supo enseguida que ella sabía de lo que hablaba.

—¿La conoces? —preguntó él.

—No, pero tu padre no paraba de hablar de ella —la mujer hizo una pausa para suspirar—, desde que cumplió treinta y nueve años. Unas semanas después murió en un accidente de tránsito.

—Pero…no entiendo, ¿estás diciendo que ella tuvo algo que ver con la muerte de papá?

—Vamos, te daré algunas cosas de él que nunca me atreví a revisar. Jorge las estuvo observando durante sus últimos años junto a tu tía. Estaban obsesionados.

Ambos subieron al carro de la madre y fueron hasta su casa. Víctor se olvidó completamente de la fiesta y los invitados, su mente estaba centrada en la mujer misteriosa y en la relación que tenía con el padre. La madre lo llevó al ático, ocupado por un montón de papeles y herramientas. Estiró un brazo para alcanzar una caja polvorienta y la colocó en manos de Víctor. Luego se marchó.

La caja contenía un pequeño diario con dos páginas dobladas. En la portada decía: “Francisco Homoso, alcalde de Cantesia”. «¿Homoso?», se preguntó Víctor. «Tiene mi apellido, ¿cómo es que nunca supe de un pariente alcalde?». Hojeó las páginas hasta llegar a las marcadas por un doblés. En ellas recitaba:

“2 de octubre de 1513

Hoy en la tarde cumplimos un acto divino, por fin enjuiciamos a la señora Sonrí, si se le puede llamar a eso señora. Tras comprobar sus actos demoniacos, la sentencia de muerte era clara. En un intento de escape asesinó a cuatro aldeanos, pero conseguimos controlarla y la atamos al poste de la hoguera.

¡Como gritaba la perra! Sus chillidos erizaban la piel de todos los habitantes del pueblo, y por un momento, pensamos que su pacto con el diablo la sacaría del aprieto. Tan asustados como se podría esperar, los aldeanos se apresuraron en prenderle fuego. Mientras su carne ardía, me miró con los ojos inyectados en sangre y me dedicó sus últimas palabras.

—Esto no quedará así, maldita rata —soltó entre escupitajos—. Te prometo que te mataré a ti y a toda tu descendencia. Ninguno será mas viejo de lo que yo llegué a ser.

Una risa macabra terminó la frase, y se fue apagando a medida que el fuego se extendía por su cuerpo. No negaré que temblaban cada uno de mis huesos, pero a los pocos minutos solo cenizas quedaban en el lugar. No tenía nada que temer. 

Después de culminado el acto, todos los aldeanos se retiraron, felices de enviar otro demonio al infierno.”

Víctor pasó las páginas para llegar al final del diario, inconcluso, que solo completaba poco más de la mitad del cuaderno. En las últimas notas —solo un año después de dichos acontecimientos— el alcalde hablaba de como veía a la señora Sonrí en todas partes. Lo perseguía a donde quiera que fuera y lo observaba a lo lejos, como esperando el momento oportuno para quitarle la vida.

Sus músculos se contrajeron y perdió la facultad de respirar. Un aire gélido inundó el ático y sin poder evitarlo, levantó la cabeza. A unos metros de él, en una esquina de la habitación, se encontraba de pie la misma mujer tenebrosa de la fiesta. Pudo fijarse en cada detalle de su cuerpo, la piel quemada y el pelo rojo y rizo que le caía sobre el rostro y dejaba visible solamente una sonrisa macabra. Levantó la mano derecha y lo señaló con el dedo índice. Entonces una carcajada retumbó en el ático.

Luego de un minuto de tensión, Víctor recuperó el control de su cuerpo. La bruja dio un paso hacia adelante y él salió del ático tan rápido como pudo. Bajó las escaleras y siguió directo a la puerta principal; no pensó ni en despedirse de su madre. Corrió por más de media hora, sin rumbo fijo, y terminó en un parque a cinco kilómetros de la casa. El pulso le latía con fuerza y sentía como la cabeza le quería explotar.

Se sentó en un banco, mientras recogía pequeñas bocanadas de aire para recuperar el ritmo. Notó un extraño calor en la nuca y el aliento de alguien pegado a él. No le hizo falta darse la vuelta para saber quien era; un rizo rojo caía sobre su hombro. Nuevamente lo invadió esa sensación de inmovilidad, cuando escuchó un susurro en el oído izquierdo: “No huyas. Te mataré donde quiera que estés.” Cerró los ojos y esperó el momento en que le quitaran la vida, pero la tenebrosa bruja fue interrumpida por el sonido de un teléfono móvil.

—¿Sí? —contestó.

—¿Dónde estás? —preguntó su mujer al otro lado de la línea—. Llamé a tu madre y me dijo que no te vio salir de casa.

Víctor se llenó de valor y miró a su alrededor, ni rastro de la bruja.

—Ya voy en camino, en unos minutos estoy ahí —respondió y colgó rápido, sin darle tiempo a la esposa a preguntar nada más.

Miró la hora en el reloj, eran las 8:00 pm. Al menos, cuando llegara solo lo estarían esperando su mujer e hijo, y el resto de invitados se habría largado ya. Hizo una seña en la calle y un taxi se detuvo. Como prometió, en unos minutos ya estaba afuera de la casa. Posó la vista en la ventana del cuarto del pequeño; la silueta de una mujer se encontraba junto a él. Sin preocuparse demasiado siguió su camino, hasta toparse con la ventana de la cocina y ver a Raquel —su mujer— limpiando. Abrió la puerta tan rápido como pudo y corrió al cuarto del niño. 

—Hola papá —dijo este, mientras jugaba en el suelo.

—Pedri, ¿ha estado aquí contigo alguna señora?

—Si, justo antes de que entraras. Me dijo que te estaba esperando a ti, que tenían que jugar juntos.

Víctor volvió a hiperventilar por tercera vez en el día, ya no solo lo amenazaba a él, también a su hijo. Bajó las escaleras tan deprisa que se llevó a su mujer por delante.

—¡Víctor! —gritó ella— ¿Qué te sucede?

—Raquel escúchame —dijo él desesperado—, mientras yo siga aquí ustedes corren un grave peligro. Voy a subir al carro y me marcharé por unos días, hasta que pueda arreglarlo.

—No te entiendo Víctor, ¿qué está pasando?

—No tengo tiempo para explicártelo. Cuida a Pedri. Los amo.

Llegó al garaje y se montó en el vehículo. Abrochó el cinturón de seguridad y una sombra en el retrovisor atrajo su vista. La bruja estaba ahí sentada, en el asiento de atrás. Jugaba con los rizos y sonreía. 

Víctor bajó del coche tan rápido como pudo. Vio una palanca arrecostada a una pared cercana y se llenó de valor; arremetió contra la bruja sin temor a la muerte. Golpeó el cristal de la puerta trasera y lo hizo añicos, solo para percatarse de que ella ya no estaba ahí. Un grito efervescente desgarró su garganta, y luego sintió una presencia detrás.

Con gran agilidad se giró y le pegó a algo, o a alguien. Eufórico, se fijó en su víctima; el mundo se le cayó a los pies cuando contempló el cuerpo de Rachel tendido en el suelo con la cabeza abierta. La sangre llegó hasta sus zapatos, y pudo ver en el reflejo del charco el rostro de la bruja, victoriosa. Una llama de furia lo quemaba por dentro, no sentía pena por su esposa, sentía odio por la bruja que lo puso en esa situación.

—¿Papá? —dijo Pedri, asomando la cabeza por la puerta del garaje.

—No Pedri, tú no —masculló Víctor ahogado por el llanto naciente—. No puedes estar aquí.

La bruja se acercó por detrás y volvió a susurrarle al oído.

—Cada muerte es peor que la anterior, gozaré matando a tu hijo como no eres capaz de imaginar.

Víctor lanzó la palanca por los aires, en un vano intento de golpearla. Luego corrió hasta su hijo.

—Pedri, escúchame —puso las manos alrededor de la cara del niño, obligándolo a sostener la mirada fijamente—. Te quiero, te amo. Lo eres todo para mí. Pero ella nos persigue, y algún día te tocará a ti pasar por lo que estoy pasando yo. Solo hay una manera de que escapes de ese terrible destino —con un movimiento rápido y enérgico, torció el cuello de su pequeño hijo.

Los ruidos alertaron a los vecinos, y una hora después la casa estaba rodeada de patrullas. Cuando los oficiales entraron al garaje, primero encontraron el cadáver del niño. Las arqueadas salieron involuntarias de los más escrupulosos agentes, mientras observaban a los dos adultos, uno al lado del otro. Raquel desangrada por la cabeza, y Víctor por las muñecas. Un texto escrito en sangre resaltaba en la puerta delantera del carro: “Ella acabó con nosotros, ella es la culpable, pero se ha terminado, la he ahuyentado para siempre, no queda nadie más a quien matar de la familia maldita”.

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