LA BAILARINA DE CRISTAL
Pilar entró deprisa en el pequeño compartimento. Buscaba con la mirada a Esther, pero no fue capaz de encontrarla. «Me dijo que la viera con urgencia en su camerino, tenía algo que contarme», pensó. «¿Dónde se ha metido?». Siguió hasta atravesar una puerta que conducía a una especie de cuarto sin cama. Las piernas le temblaban y los ojos se le querían salir al encontrar la perturbadora imagen. Esther estaba tendida en el suelo sobre un charco de sangre, muerta.
Dando tumbos salió del camerino para buscar ayuda. El único teléfono de todo el lugar estaba dentro del salón de actuaciones, así que corrió hasta allá para llamar a la policía. De camino tropezó con Lucía, borracha como una cuba.
—¡Lucía! —dijo Pilar—. Corre, avisa a los demás. Esther está muerta en su camerino, yo mientras llamo a la policía.
—¿Sabes lo que te digo? —respondió la compañera con tono bajo y lento, como si la lengua le pesara—, Esther puede chuparme mi jardín.
Soltó una carcajada y siguió caminando como un zombi, sin mostrar interés por la noticia.
Nerviosa, Pilar se acercó al telefonillo y marcó el número de las fuerzas del orden. No demoró más de diez minutos en aparecer una patrulla. Al cabo de un rato llegó un Chevrolet plateado y bajaron dos señores con traje. El que iba al timón parecía viejo y curtido en mil batallas; mientras que su compañero lucía más fresco y joven. Se acercaron a la perturbada Pilar para presentarse; eran los detectives Héctor Bedoya y Jaime González.
—Disculpe la demora madame, ¿puede decirnos donde está el cadáver? —preguntó Jaime, el más joven de los dos.
—La encontré en su camerino, vengan conmigo por favor.
En el lugar del incidente, tres bailarinas y un hombre intentaban para ver que sucedía. Dos patrulleros los hacían retroceder, y abrieron paso para que entraran los detectives.
—¡Vaya! Si que era linda la muchacha —comentó Héctor—, ¿por qué matar a un bellezón así?
—Quizás ese fue el motivo —respondió Jaime, mirando fijamente el cadáver. La víctima tenía una herida en la cien; al parecer el golpe mortal. Un hilo de sangre brotaba de la enorme brecha y aun el cuerpo estaba caliente; no llevaba mucho tiempo muerta —, puede tratarse de un crimen pasional.
El forense llegó no mucho después y fotografió todo el lugar. Mientras escarbaba entre las pertenencias de Esther, encontró una bula gruesa de cristal con una bailarina dentro, caída detrás de una cómoda. Tras observarla con detenimiento, se percató de la sangre que manchaba la base metálica del objeto. Habían encontrado el arma homicida. La siguiente pieza del puzle hallada fue una nota que yacía en el sujetador de Esther. El forense la pasó a los detectives para su inspección. “Espero repetir. A.C.”, decía el pequeño papel.
—¿La difunta tenía un amante? —preguntó Héctor—. Quizás si que es un crimen pasional.
—Averigüemos quien es A. C. —añadió Jaime—. Luego sacamos las conclusiones.
—Hey, Ramírez —se dirigió Héctor al oficial más cercano—, busca al jefe de las chicas para interrogarlo de primero.
—A sus órdenes señor.
En cuestión de segundos entró un hombre mulato y delgado por la puerta. Tenía un peinado afro y una perilla que, combinada con una argolla en la oreja izquierda, le daba un estilo canalla, pero artístico. Su nombre era Nicolás Camacho, se presentó como el coreógrafo y líder de la compañía. A Jaime le pareció extraño, dado el cargo que ocupaba, no encontrarlo en el momento de su llegada. Esa fue su primera pregunta.
—Estaba escogiendo los vestuarios de la próxima actuación —respondió el, con lágrimas en los ojos—. Tuve una confrontación con el novio de Esther y necesitaba despejarme.
—¿El novio de Esther? —Héctor intentó ponerse al tanto—. ¿Cómo se llama?
—Miguel. Un bastardo desagradable.
—¿Y por qué se enfrentaron? —en esta ocasión fue Jaime quien preguntó.
—¿No te acabo de responder? Era un desagradable. Maltrataba muchísimo a Esther, la hacía sentir miserable. Esta noche, después de la actuación de las ocho, pasé por su camerino a avisarle de los planes para mañana cuando oí una fuerte discusión. Miguel estaba dentro, con sus manos rodeaba el cuello de Esther. Como es lógico, intervine. Le di un puñetazo en la boca y lo obligué a marcharse. Luego me retiré yo, bastante molesto, por cierto.
—¿Molesto con quién? —preguntó Jaime.
—Con Esther, por supuesto. No puede permitir que un idiota así la mangonee toda la vida. Debe plantarle cara y defenderse.
—Muchas gracias por su declaración, eso será todo por ahora —dijo Héctor—. Puede retirarse.
Jaime se dirigió al oficial Ramírez nuevamente. Le ordenó que localizara la vivienda de Miguel y tuviese la patrulla lista; en cuanto terminaran con los interrogatorios le harían una visita.
Entró la joven desafortunada que encontró el cadáver; al parecer era la mejor amiga de Esther, su compañera inseparable. Estaba devastada. Fue en extremo complicado interrogarla, con cada pregunta se desmoronaba y no paraba de llorar; sin embargo, su declaración resultó muy valiosa. Esther tenía algo muy importante que decirle, por eso pasó por el camerino un par de horas tras la actuación. Entonces la encontró ahí tendida.
—La vida de Esther no llevaba un buen rumbo —dijo Pilar—. Estaba teniendo muchos problemas últimamente; las discusiones con su novio, Miguel, eran el pan nuestro de cada día. Se acaloraban con facilidad y él terminaba pegándole hasta dejarla inconsciente en ocasiones. También tuvo un enfrentamiento con Ágata hoy, cuando salimos de la actuación. Incluso con todo esto, jamás pensé que terminaría muerta.
—Disculpa, ¿Ágata? —preguntó Héctor.
—Si, otra compañera. No es la mejor persona, para que nos vamos a engañar. Eso sí, a puta no le gana nadie.
—Pero, si Miguel le hizo una visita a Esther a la salida de la actuación, ¿en qué momento se vio con Ágata?
—¿Con Miguel? —Pilar se mostró incrédula—. Hoy no he visto a Miguel. Quizás si pasó por aquí, pero debió ser sobre las nueve de la noche; a esa hora yo recogía mi camerino. Esther y Ágata discutieron a las ocho, cuando terminó la sesión y todas las chicas se retiraban.
—Muchas gracias, su declaración ha sido muy esclarecedora.
Los dos detectives se tomaron un momento para atar los cabos de ambas declaraciones. Un nuevo sospechoso había entrado en escena. Aún no estaba claro qué significaba la nota que Esther guardaba en sujetador, ni por qué tuvo no una, sino dos discusiones esa noche. Definitivamente una de ellas le había causado la muerte.
Hicieron entrar a Ágata y la observaron unos minutos en total silencio. Tras preguntar el nombre completo de la mujer, una pieza del rompecabezas encajó de manera perfecta en la cabeza de Jaime. Ágata Cruz. La infiel nunca fue Esther, sino Miguel; que la engañaba con su compañera de escenario. Las iniciales A. C. en la nota lo aclaraban todo. Esther la descubrió y confrontó a ambos esa noche.
La palabrería de Ágata, diciendo lo mucho que quería a la difunta, solo confirmaban la teoría del detective. El cinismo brotaba de sus poros y era muy difícil no darse cuenta de que muy en el fondo, se alegraba de lo que pasó esa noche. No obstante, la sucesión de hechos no la ubicaba como la asesina. Si la declaración de Nicolás era cierta, Esther vivió unos minutos más para enfrentarse a Miguel, quien no la mató justo en ese momento por la aparición del coreógrafo.
—¿Porqué discutiste con Esther al terminar la actuación? —preguntó Jaime.
—Es cierto que la quería mucho, pero tenía problemas con su pareja y eso nos afectaba a todas. Llegaba tarde a los ensayos o simplemente no aparecía. La última salida al escenario fue horrorosa, Esther andaba totalmente descoordinada del resto y nos hacía perder el ritmo; pero por supuesto, es la protegida de Nicolás, así que nadie podía hacer nada. Yo me llené de valor y le dije unas cuantas verdades a la cara.
—¿A dónde fuiste cuando terminaron la discusión? —volvió a preguntar Jaime.
—Lucía me llamó para tomar algo, y estuvimos un par de horas dándonos unos tragos en el anfiteatro.
—Eso es todo por ahora, por favor, llama a la señorita Lucía y dile que necesitamos hacerle un par de preguntas.
—Lo siento mucho, pero Lucía ya debe estar en su casa durmiendo la mona, la bebida no le asienta bien y se marchó hace un rato para descansar.
Ramírez hizo entrada en la habitación y Ágata se retiró para dejarlos a solas. El oficial les comentó que ya tenía la dirección de Miguel, y estaban listos para partir. Héctor salió como un rayo, dispuesto a apresar al supuesto asesino. Al poner un pie fuera del camerino se encontró una aglomeración de personas. No solo el resto de las bailarinas, también civiles y la prensa intentaban averiguar qué sucedió. Enfurecido, tomó de la camisa al oficial que estaba dando declaraciones y lo pegó a su cuerpo. Le susurró al oído que como otra palabra saliera de su boca, lo pondría a rellenar identificaciones durante los próximos veinte años.
Una patrulla salió y atrás la siguió por el Chevrolet plateado. Mientras Jaime conducía, Héctor exponía su caso; proponía a Miguel como el principal sospechoso. Tenía total certeza de que era el asesino. El joven compañero no estaba tan convencido, prefería esperar al interrogatorio de Miguel antes de sacar una conclusión precipitada. Cuando llegaron al vecindario pensaron que sería prudente avanzar con el Chevrolet a la cabeza y la patrulla en la retaguardia. Así, en caso de ser Miguel realmente culpable, no darían la alerta de que iban a por él.
El plan no se concretó como estaba previsto. En cuanto Miguel vio por la ventana a dos hombres de traje y sombrero que atravesaban el pequeño jardín, se dio a la fuga. Salió disparado por un patio común de varias viviendas y los detectives lo siguieron por un estrecho pasillo. Miguel, haciendo uso de una gran agilidad, saltó una enorme valla con alambres de púas en la parte superior. Mientras corrían, Héctor le lanzó una mirada a Jaime anunciándole que no sería capaz de tal proeza, así que se desvió a la izquierda para bordear el obstáculo. Jaime, aunque un poco más torpe que Miguel, si fue capaz de brincar la valla. Ambos salieron a una especie de callejón, que más adelante interceptaba con una avenida.
Cuando Jaime se comenzaba a quedar sin aliento, una sirena le hizo saber que el perseguido estaba rodeado. A los pocos segundos la patrulla frenó en seco justo a la salida del callejón. Los oficiales bajaron con rapidez y apuntaron a Miguel, quien se vio obligado a detenerse con las manos en alto.
Lo montaron en el asiento trasero y se dirigieron a la comisaría para su interrogatorio. Al llegar, un oficial que se encontraba en el buró principal les avisó que el forense los esperaba con nueva información sobre el caso. Jaime dejó a Ramírez a cargo del prisionero y siguió a Héctor hasta el departamento del médico. La impactante noticia que recibieron no arrojó a la luz la identidad del asesino, pero sí puso nuevas cartas sobre la mesa. Esther estaba embarazada de siete semanas.
La pareja entró en una pequeña habitación donde ya se encontraba Miguel sentado, con esposas en las manos.
—Entonces Miguel —dijo Héctor en un tono pasivo—, ¿me puedes explicar por qué te diste a la fuga cuando nos viste aparecer?
—No pienso hablar —respondió Miguel, que bajó la cabeza y gruñó en señal de molestia.
Héctor perdió los estribos y se lanzó sobre él. Lo agarró del cuello de la camisa y gruñó.
—Mira pedazo de mierda, una joven inocente ha sido asesinada esta noche. Lo mejor será que colabores o pasaras el resto de tus días pudriéndote en una celda.
Miguel miró asustado a Jaime, confiaba en que este lo defendería. El joven detective solo elevó un poco los hombros y arqueó las cejas.
—Está bien, hablaré —dijo por fin—; pero suéltame la camisa, es tela buena y me la estrujas.
—Dime entonces por qué huías —volvió a preguntar Héctor.
—Escuche la noticia por la radio. “La bailarina de Tropicana Esther Guerra ha sido encontrada muerta en su camerino”. Tuvimos una fuerte discusión hace unas horas, claramente todas las sospechas caerían sobre mí, y cuando los vi a ustedes entré en pánico.
—No me parece muy convincente tu argumento —dijo Héctor—. Hueles a culpable por todos lados.
—Soy inocente, lo juro. Jamás le haría daño a Esther. Yo la amaba.
—Tenemos varios testigos que pueden desmentir eso, Miguel —intervino Jaime.
—Es cierto que tuvimos algunas discusiones tontas los últimos meses. Todas las parejas las tienen, pero eso no significa que no la amara.
—¿Qué me dices de esta nota? ¿La reconoces? —preguntó Jaime, mostrando el pequeño papel a Miguel.
—No tengo ni idea —dijo este haciendo una mueca con la boca.
—Lo encontramos en el ajustador de Esther, pero me parece que la nota pertenecía a otro dueño. ¿No reconoces las iniciales A. C.?
Miguel quedó en silencio, como si rebuscara en sus pensamientos. Tras un largo tiempo, aseguró que no reconocía las iniciales.
—¿No te suena el nombre Ágata Cruz?
El apresado se percató de que estaba contra las cuerdas. Lo más seguro era que Ágata hubiese dicho algo de su aventura; no tenia sentido mentir o negarlo.
—Si, lo hicimos un par de veces en su camerino, pero eso no significa nada —confesó al fin.
—Creo que significa mucho —dijo Héctor—. Esther los descubrió, los enfrentó y tu decidiste matarla para silenciar el problema. Tenemos testigos que aseguran tu ubicación en la escena del crimen y una discusión con la víctima.
—¿Ves? Por eso hui cunado los vi llegar. ¡Yo no la maté! —gritó Miguel—. De hecho, ni tan siquiera llegamos a terminar la discusión. El baboso de Nicolás entró y me sacó a patadas del camerino. Estoy seguro de que ese es su “testigo” —dijo mientras hacía señas de comillas con los dedos.
—¿Cuál era la relación entre Esther y Nicolás? —preguntó Jaime, y Héctor cambió la vista hacia él desconcertado. No sabía a que venía esa pregunta y como podría ayudar en el caso—. Pareces disgustado cuando hablas de él.
—El baboso estaba enamorado de Esther. En una ocasión estuvieron a punto de acostarse. Esther y yo habíamos discutido…
—¡Ja! —Héctor soltó una carcajada que interrumpió a Miguel—, eso parece imposible, con tanto amor que se tenían.
—Como sea —continuó Miguel, haciendo caso omiso al comentario sarcástico de Héctor—, discutimos y ella se emborrachó para ahogar sus penas, supongo. Nicolás se aprovechó del momento y atacó. Cuando estaban a punto de desnudarse, Ágata los descubrió; evidentemente ellos se detuvieron y ella corrió a decírmelo. Nunca me gustó la cercanía que tenían; y tampoco ayudaba que él le hiciera regalos constantemente. Un póster, prendas, perfumes e incluso una estúpida bola de cristal con una bailarina dentro.
El viejo, cansado de la conversación, sintió que ya era suficiente y estaba dispuesto a declararlo culpable. Mientras pronunciaba las palabras, Jaime lo agarró del brazo para detenerlo.
—Aún tenemos un lugar más que visitar —dijo—. No te apresures.
Héctor se quedó dubitativo y trataba de analizar el comportamiento de su compañero. Tras ver la seguridad que proyectaba el joven detective, confió en él y abandonó la habitación, aún sin un culpable. Pasado el umbral de la puerta, Jaime se giró para decirle a Miguel la última noticia: Esther estaba embarazada.
Jaime condujo durante media hora y regresaron al lugar de los hechos. Pasaron cerca del camerino de Esther y aun estaba lleno de mirones que intentaban averiguar lo sucedido. Siguieron de largo, pues ese no era su destino. Se detuvieron frente a una puerta de madera caoba, muy bien pulida y con un picaporte dorado. Entraron sin avisar y hallaron a Nicolás, ahogado en llanto mientras apreciaba una foto suya con una muchacha; probablemente Esther. Al verlos, Nicolas intentó esconderla con un rápido movimiento, pero ya era tarde.
—La amabas, ¿cierto? —preguntó Jaime.
—Más que a mi vida —respondió él secándose las lágrimas—. ¿Qué más quieren de mí? ¿Ya encontraron al causante de semejante barbarie?
—Si —respondió Jaime secamente—. Lo tenemos de frente.
Tanto Nicolás como Héctor quedaron estupefactos, no se lo esperaban.
—Sabemos que fuiste tú, Nicolás. Tú mataste a Esther. No solo tenemos un montón de evidencia que lo demuestra, también un testigo que asegura haberte visto cometiendo el crimen.
Héctor no tenía idea de lo que su compañero estaba intentaba, pero pronto se dio cuenta del farol y le siguió la corriente.
—Será mejor que confieses por qué y hagas esto más fácil. Podemos ayudarte si colaboras —dijo en apoyo a su compañero.
—No quería hacerlo, lo juro —Nicolás se derrumbó—. Íbamos a quedarnos juntos, ella por fin iba a dejar a Miguel. Pero después de su discusión yo entré a consolarla y me dijo que no podía. Debía quedarse con él. No lo entiendo. El imbécil la maltrataba, la golpeaba, le era infiel; y aun así lo escogió a él. Tenía tanta rabia, tanta ira, que no pude contenerme. Agarré con mis propias manos una figura que yo mismo le regalé y le di un golpe mortal. No quise hacerlo, yo la amaba. ¡Fue sin querer, lo juro!
—¿Sabes que es lo peor? —dijo Jaime—. La decisión de Esther no fue por amor a Miguel.
Nicolás no comprendió el significado de aquellas palabras, y Héctor las aclaró para él.
—Esther estaba embarazada de él, por eso no podía irse contigo.
—No… —Nicolás sintió como el pecho se le comprimía y cayó desplomado al suelo; ahogado por la culpa de haber matado al amor de su vida—. ¿Qué he hecho?
—Nicolás Camacho —dijo Jaime mientras abría una pareja de esposas—, te declaro culpable del asesinato de Esther Guerra.