EL SEÑOR OBESO
El pequeño pueblo de Narsyville siempre estuvo alejado de todo tipo de problemas. Sus ciudadanos, modestos, eran agradables unos con otros, la tasa de criminalidad mantenía un perfil bajo y prácticamente todos tenían un trabajo y sueldo digno. Un día empezó a frecuentar las zonas principales un señor obeso de barba blanca y grande, atrayendo los problemas a la alegre localidad.
Se detenía a lo lejos y observaba a las personas, sin interactuar con ellas, siempre a una distancia segura. Ya de por sí raro, lo más inquietante fue cuando descubrieron que solamente miraba a los niños. No le bastó, y comenzó a visitar las escuelas; se acercaba por el patio y les brindaba caramelos a los muchachos. Estos, inocentemente, aceptaban el regalo y conversaban con el señor. En varias ocasiones la maestra lo sorprendió acariciándoles el rostro o el cabello.
—Desde mi telescopio puedo verlos a todos, y hasta ahora he pasado años apreciándolos de lejos —le comentaba el señor a una pequeña de ojos azules—. Bendito el día en que decidí bajar a contemplarlos de cerca. Son hermosos. Esta piel tan delicada, tan lisa que tienes; estos ojitos azules y brillantes…
Cada semana era más frecuente verlo en las escuelas, parques e incluso fuera de las casas, mientras observaba por la ventana. Los padres en varias ocasiones llamaron a la policía, pero, aunque pudiesen ver al señor obeso en un momento, al siguiente ya había desaparecido. Era imposible de encontrar.
Los residentes, en una mezcla de terror y enfado, decidieron hacer guardias por los vecindarios. Quien tropezara con el vagabundo, gritaba al resto y entre todos le darían una paliza. Una tarde, mientras el señor Jones patrullaba por el callejón trasero de la escuela, pudo ver una masa movible detrás de una pequeña pared de ladrillos. Cuando comprendió de que se trataba, alertó rápidamente a los demás. Llegaron al muro y el objetivo ya no estaba; solamente Ricky —un niño de ocho años—, en calzoncillos, comía un montón de golosinas agazapado tras los ladrillos.
La madre, desquiciada, saltó el muro y recorrió el callejón de arriba a abajo y viceversa, al menos cinco veces. Buscaba desesperada cualquier rastro del señor obeso, pero no fue capaz de encontrar alguno.
—Ricky —le dijo al final al niño—, ¿qué te hizo ese señor?
—Me dijo que era mago, y que podía hacer que me salieran músculos como a Superman, para que fuera un héroe.
—¿Y qué haces sin ropa?
—Tenía que quitármela para que la magia funcionara, ¡y mira má! —dijo el niño emocionado, y extendió la mano con las golosinas—. Me dio todos estos dulces por portarme bien.
—No vuelvas a acercarte a ese señor —le dijo la madre, apuntándole con el dedo—, ¿está claro?
El niño, un poco decepcionado, bajó la cabeza e hizo un gesto afirmativo.
—De todos modos, se marchó antes de terminar la magia, dijo que tenía algo muy importante que hacer.
Una semana después, un compañero de clases de Ricky llegó a su casa llorando. Los padres, preocupados, le preguntaron qué sucedió.
—El otro día el señor mago le dio dulces a Ricky, y le prometió convertirlo en Superman. Hoy lo vi en el recreo y le pedí lo mismo, pero me dijo que yo no le gustaba, que era del montón y no merecía su atención.
Los padres no sabían cómo reaccionar. Le habían hecho daño a su hijo con el comentario, pero al menos estaba fuera de peligro; no era del interés del señor obeso. Algo sí estaba claro, debían encontrarlo y detenerlo. Con el tiempo se percataron de que era casi imposible, así que cada padre tenía la misión de hablar con sus hijos y advertirles que se alejaran de ese pordiosero. Si no podían detenerlo ellos, al menos sus niños no se le acercarían.
Durante meses, el señor obeso fue visto rondando las áreas comunes de los niños, sin embargo, no pudo llegar a ninguno de ellos. Las patrullas y persecuciones seguían, pero jamás lo alcanzaron. Lo más cerca que estuvieron fue con una piedra lanzada por el señor Jones, que rozó la barba descuidada del indigente. Era increíble que, con semejante obesidad, fuera capaz de moverse tan ágilmente, y escapar en cuestión de segundos.
El año estaba a punto de terminar, y una nueva ilusión llegó a Narsyville: la navidad. Los niños esperaban eufóricos a Santa, y los padres decoraban las casas y las zonas públicas con las respectivas características navideñas. No había hogar sin el árbol en el salón, los calcetines en la chimenea o la corona en la puerta principal. A miles de kilómetros de distancia, se encontraba el señor obeso, en una especie de cueva helada. Peinó su barba e intentó arreglarla tanto como pudo. Se vistió con una bata roja y blanca y luego se colocó un gorro del mismo color. Salió del refugio y lo esperaba una manada de renos, que tiraban de un trineo con cuerdas amarradas en el cuello. Se sentó y a su lado estaba un duendecillo verde, con orejas puntiagudas.
—Jo, jo, jo, Carbonilla —dijo el señor—, la navidad ya está aquí, mi momento ha llegado.
—¿Qué tienes para mí? —preguntó el duendecillo, con un gesto travieso.
—Aquí está la lista de los niños que no me gustan. A esos dales carbón, qué sepan desde pequeños su lugar en la vida. Yo mientras le repartiré regalos a todos estos —dijo con risa pícara y le mostró a su compañero una lista tres veces más larga.
—A ver si hay suerte, y este año puedes traerte más de uno a casa.