CLAUDIA

Fuego, se propaga casi tan rápido como las malas noticias. David lo supo en el momento que sintió la explosión. Bajó los escalones de tres en tres; pero nada, nada evitó que Claudia fuera devorada por las llamas. Al llegar a la cocina, su paso se vio obstaculizado por el mismo infierno. Un padre afligido puede llegar a cometer locuras, y al encontrarse el cuerpo inmóvil de su hija en el epicentro del problema, atravesó las brasas como si solo fueran decorativas.

Bomberos y ambulancias llegaron tan rápido como les fue posible, pero solo encontraron un cuerpo sin vida y un padre desolado. El hombre a cargo se acercó a David para explicarle lo sucedido; al parecer la niña estuvo jugando con el microondas, dejó unos cubiertos metálicos dentro y lo echó a andar. La explosión alcanzó su cara y la mató en el acto. 

—¿La madre de la criatura? —preguntó el bombero, al encontrarse solo con David.

—Martha…falleció dando a luz —respondió él cabizbajo—. Éramos solo Claudia y yo, los dos contra el mundo.

—Lo siento mucho. La vida continúa, hay que ser fuerte.

Las semanas pasaron y David estaba lejos de recomponerse. En ocasiones sentía la risa de su pequeña, como si aun estuviese en este mundo, en esa casa. Cada día era más frecuente oírla reír, llamarlo e incluso, ver su sombra correteando por los pasillos. Por increíble que pareciera, hasta los juguetes volvían a aparecer regados en el salón. Al borde de la locura, decidió visitar a un psicólogo, pues le advirtieron de los posibles efectos postraumáticos que podía sufrir.

El médico solo le recetó algunas pastillas y listo. Mucho descanso y nada de preocupación. Una mañana despertó y al cruzar el pasillo que llevaba a las escaleras, un detalle en la pared le provocó escalofríos hasta en los dedos de los pies. Las crayolas rojas de Claudia habían garabateado la frase: “Pronto estaremos juntos, no llores por mi papi”. David sintió como el pecho se le comprimía, el aire era escaso y la sangre bombeaba con rapidez a su cabeza. Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir estaba en la calle, a media manzana de su hogar. Unas arqueadas le obligaron a vomitar lo poco que quedaba en su estómago de la comida anterior. La presión pudo con él, y terminó acostado en el pavimento, llorando por su hija.

El pasar de los días solo empeoró la situación, y las pastillas no funcionaban en lo absoluto. Las horas más tranquilas a las que podía aspirar, eran mientras se balanceaba en el sillón del portal y leía un libro acompañado de un café caliente. En ese momento, su vida no tenía importancia, estaba inmerso en historias fantasiosas que le ocupaban la mente y no le permitían ver o escuchar a una niña que ya no estaba ahí. Pero la paz le era esquiva, y al terminarse el café una tarde, decidió ir a por más a la cocina. Allí la encontró, de espalda; parada justo donde estuvo el microondas.

—¿Claudia? —preguntó David, asustado de la respuesta que podría recibir —. ¿Hija?

Su cerebro le daba la orden de huir, debía escapar de semejante imagen; pero el corazón le pedía acercarse, cerciorarse de que esa fuera su hija. Indeciso, dio algunas pisadas hacia adelante y estiró la mano para alcanzar el pequeño hombro. La niña se dio la vuelta despacio, y en ese entonces un enorme mazazo golpeó a David en las entrañas. La cara angelical de Claudia seguía siendo la misma, salvo por el lado derecho —incluso el ojo—, quemado y ensangrentado como si acabara de recibir el impacto de la explosión. Los mechones rubios de ese costado estaban churrascados, y la oreja había desaparecido. Una imagen escalofriante.

—Hola papi —susurró Claudia con la misma voz inocente y delicada que la caracterizaba—. No te preocupes, todo fue un accidente, pronto volveremos a estar juntos.

—¡No! —David entró en una negación constante, cubría sus ojos y gritaba desolado, incrédulo ante la presencia de la niña—. ¡Tú estás muerta! Estas con tu madre. ¡No estás aquí conmigo!

Un extraño escalofrío recorrió el cuerpo de David, y un segundo después Claudia desapareció. Las lágrimas brotaban de los ojos del padre afligido… ¿por qué lo torturaban de esta manera? Su vista se poso en un cuchillo de cocina, y un pensamiento fugaz le recorrió la mente. Si se suicidaba, todo acababa. Rápidamente se deshizo de la idea, ¿cómo lo recibiría Claudia si se enterara de tal patético final? Debía luchar, por él, por Claudia y por Martha.

Al día siguiente despertó temprano en la mañana, y antes de bajar tan siquiera de la cama, pudo observar otro mensaje en rojo, diferente al anterior. “¿Ya no me quieres papi?” decía esta vez, hecho con una especie de tempera que se asemejaba aún más a la sangre. David estrujó sus ojos, con la esperanza de que desapareciera; pero no era una imaginación suya, el escrito seguía en el suelo.

Tras enfocar la vista, pudo notar unas sombras por debajo de la puerta. Un déjà vu lo golpeó de repente, recordaba como Claudia despertaba más temprano, se paraba justo ahí detrás y lo esperaba. Las sombras que dejaban ver sus piecitos eran exactamente iguales a estas.

David se levantó de un tirón y corrió a buscarla, pero al abrir no vio nada. Ya cansado de huir, decidió confrontarla, así que gritó el nombre de la pequeña por toda la casa. Un aire frío lo tomó de sorpresa y la dulce voz de Claudia sonó en su espalda. Solo una frase logró conjugar, luego de quedarse petrificado con la niña delante:

—¿Eres real?

David sintió el tacto de su pequeña, que le agarraba la mano y la acariciaba. Esos dedos tan pequeños, qué pensó no volver a tocar jamás; esos ojitos azules, que pensó no volver a ver jamás.

—Sí. Estoy con mami, pero pronto estaré contigo. No llores por mí papi, pronto estaremos juntos —dijo ella, mirándolo fijamente a los ojos.

—No, tú te fuiste.

—Tengo una forma de volver, pero debes estar dispuesto a hacer lo que te pida.

—Lo que sea. Haré lo que sea para volver a tenerte entre mis brazos.

—Entonces, debes encontrar a una futura mamá y a una pequeña como yo, y brindarles el mismo destino injusto que nos tocó a nosotras.

—¿Quieres que mate a dos personas inocentes?

—Tienes que hacerlo, solo así volveremos a estar juntos…mi mami dijo que entenderías.

—¿Tu madre? Oh dios mío —David apretaba su cabeza, intentando despertar de la pesadilla en la que actualmente vivía. —Lo haré…por ti haré lo que sea.

Un estruendo le indicó a David que la puerta del dormitorio se había cerrado de un tirón. El golpe lo obligó a mirar hacia atrás, y, cuando giró nuevamente la cabeza, ya Claudia no estaba.

Pasaron un par de días y la casa se mantenía silenciosa, ni un susurro alertaba de la presencia de la niña. Una mañana David salió en el carro y pasó cerca de la escuela donde estudiaba Claudia. Decidió parar y saludar a los profesores, mientras observaba con detenimiento a los alumnos que lo rodeaban. De regreso al auto, vio a una niña salir del baño, era Rachel, una amiga de su hija.

—¡Rachel! Hola, soy el papá de Claudia, ¿me recuerdas?

—Si, hola —respondió la pequeña.

—Tus padres me mandaron a buscarte, necesitan que vayas para la casa y no pueden venir a recogerte.

—Bueno, déjame avisarle a la maestra, ¿sí?

—No te preocupes, ya hablé yo con ella; y tu mochila está en mi carro —dijo con rapidez David.

Rachel montó en la parte trasera y se pusieron en marcha. Mientras la ingenua niña jugaba con las muñecas de Claudia —aún regadas en los asientos del vehículo—, David conducía camino a su hogar.

—¿Por qué paramos en tu casa? —preguntó Rachel al bajar del auto.

—Voy a darte algunas de las pertenencias de Claudia, estoy seguro que ella hubiese querido que te las quedaras tú.

—Muchas gracias señor Martínez.

Rachel entró primero, y al cerrar la puerta, David la tomó en sus brazos y la subió al ático. Dentro, una mujer embarazada luchaba por zafarse de las cuerdas que la ataban a una tubería. Luego de un leve forcejeo, la niña quedó en las mismas condiciones, y una tenebrosa sombra se hizo visible en el lugar. Claudia había vuelto para darle ánimos a su padre.

David agarró el cuchillo que en algún momento pudo servir para suicidarse, y de un tosco movimiento rasgó la barriga de la mujer. Ella intentaba gritar, pero el esfuerzo para que saliera el sonido de su garganta solo le provocaba más dolor en la herida. Rachel lloraba y llamaba a sus padres, y un nuevo llanto se hizo eco en el ático. La criatura que habitaba la barriga de la secuestrada no sufrió daño alguno, algo que no se podía decir de su progenitora. David tomó al niño en sus brazos, y con una leve sonrisa le dijo:

—Tu serás el hermanito de Claudia…ella siempre quiso un hermanito.

La mujer perdió la vida unos instantes después y Rachel dejó de gritar, estaba en chock. David aprovechó el momento y la bañó en gasolina, para después, en un movimiento despiadado, dejar caer sobre ella un fósforo encendido. Los gritos volvieron con más fuerza, y esta vez alertaron a los vecinos, que golpeaban la puerta de entrada hasta casi derrumbarla.

La pequeña Claudia permanecía en un rincón de espectadora. Al ver que tanto la mujer como la niña habían fallecido, se acercó a David y agarró su mano.

—¡Al fin soy libre! —dijo, pero esta vez con una voz macabra.

Cada fibra en el cuerpo de David se tensó al escuchar esas palabras, y vio como su hija se convertía en un humo negro, para luego entrarle en la boca. Intentó combatirlo, pero en unos minutos perdió la batalla, y se quedó tendido en el suelo esperando la muerte.

Los vecinos consiguieron forzar las cerraduras hasta llegar al ático, solo para encontrar la escandalosa escena. Cuando uno de ellos tocó el pálido rostro de David, este abrió los ojos, completamente negros, y en un ágil movimiento le torció el cuello. Los demás siguieron el mismo camino, y al terminar la faena, David sonrió y susurró:

—El infierno ya está aquí.

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